Estábamos en una comida, charlando de negocios, del mercado y de la vida. Mi amiga, una emprendedora de éxito, hablaba animada hasta que, de repente, bajó el tono de voz.
Próximamente la entrevistaré para el Podcast.
Miró a su alrededor, apartó el teléfono móvil de la mesa como si fuese una bomba a punto de explotar y, con un susurro cómplice, me confesó:
—Soy adicta a ChatGPT.
Y añadió:
—Hablo bajo porque nos escucha.
Me reí. Pero ella seguía seria.
—Si sube el precio, lo pago. Y si lo vuelve a subir, también.
Intrigado, le pedí detalles. Me contó que, hace poco, tuvo que preparar una licitación importante. Un trabajo de semanas, lleno de tecnicismos, burocracia y documentación infernal.
—La hice en un fin de semana.
No dos meses, no un equipo de consultores, no reuniones interminables. Un fin de semana.
—Y gané. —Dijo con una sonrisa casi culpable. Había cobrado varias decenas de miles de euros por ello.
La miré, bebí un sorbo de mi café y bajé también la voz.
—Yo esta mañana hice consultas sobre fiscalidad internacional.
Ella levantó una ceja.
—Lo que normalmente costaría un riñón en honorarios… y probablemente no sería tan bueno.
Nos quedamos en silencio. Como si acabáramos de confesar un crimen.
Y entonces entendí lo que estaba pasando.
Hay gente ahí fuera que sigue escribiendo licitaciones a mano, contratando asesores que tardan semanas y pagando informes que podrían tener en minutos.
Pero hay otra gente —los que han probado el poder de la IA— que trabajan más rápido, más barato y con menos errores. Y no lo van a contar.
La IA no es el futuro. Es el truco que ya están usando los que van más rápido.
Y cuando el resto se dé cuenta, ya será demasiado tarde.
Me encantó Sixto.
Y si luego la meten en la cárcel?